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CAPÍTULO IV
FORMACIÓN DE LA RAZA CHILENA

EL CRUZAMIENTO DE LAS RAZAS PROGENITORAS

1. las diversas formas del mestizaje

El cruzamiento de los españoles con las ramas aborígenes se deslizó por dos grandes cauces, que solo convergieron en el siglo XIX.

En el territorio ocupado por los españoles y en los campamentos de sus ejércitos, el varón español engendró en las hembras chincha-chilenas primero, y en las mapuches más tarde, cuantos hijos le permitieron sus fuerzas genésicas. Vamos a ver pronto que este ayuntamiento revistió sucesivamente las formas de poligamia desenfrenada y de una barraganía autorizada por la costumbre. Pero en ambos casos el mestizo, salvo excepciones, se sumó al español; la sangre del padre, reforzada por la influencia del medio, lo alistaron en la sábana paterna de la raza.

Paralelamente, la sangre española penetraba en el pueblo mapuche por tres vías distintas: por las cautivas españolas y mestizas, que el guerrero mapuche se apropiaba como botín; por los hijos mestizos nacidos en suelo de Arauco de la joven mapuche, que el soldado español fecundaba de paso en los escarmientos y expediciones punitivas, y por los soldados españoles y los numerosos mestizos que se pasaron al campo araucano y constituyeron en él sus familias.

Para penetrar a fondo en el proceso de la formación de la raza chilena, conviene acentuar en forma concreta las diversas modalidades que revistió el cruzamiento de las razas progenitoras.

2. Poligamia desenfrenada

Desde los primeros días de la Conquista, la unión del soldado español con las jóvenes indias del valle del Mapocho tomó una forma regular, consentida por el gobernador y los capellanes. Aún no existían la mujer española ni la familia, que más tarde iban a transformarla en una barraganía medieval. Cada soldado acaparaba las mujeres que podía y, obedeciendo al mandato de la especie más que a un vicio, engendraba en ellas cuantos hijos le era posible, libre de escrúpulos y de las preocupaciones del mañana. Dentro del tipo de vida que llevaba, no le inquietaban ni la crianza ni la alimentación de los vástagos. Cada india criaba, sin ayuda del padre, los que le nacían. Excepcionalmente, el sentimiento de la familia o el instinto de la perpetuación movían a algunos a hacerse cargo de la madre y de los hijos, o sólo de los últimos.

Por su lado, la hembra chincha-chilena buscó ansiosamente al hombre blanco, al macho de la raza superior y vencedora. Su carácter dulce y su cultura relativamente avanzada facilitaron la unión. Habituada a la poligamia, veía en las demás mujeres que compartían a su amo, compañeras, en vez de rivales. Los aborígenes chincha-chilenos, cuyos instintos estaban ya debilitados, al revés de los mapuches, no defendieron a su hembra.

Michimalonco prestó a Valdivia, junto con mil doscientos mancebos de veinticuatro a treinta años, "quinientas mujeres solteras y doncellas... todas de quince a veinte años", para que extrajeran oro en Marga-Marga. El jesuita Escobar cuida de añadir que Valdivia no permitió que trabajasen juntos hombres y mujeres "por ser muchas destas indias doncellas blancas y hermosas y de edad ocasionada para toda lascivia". A pesar del aserto del jesuita, cuatro años más tarde, Valdivia escribía a Gonzalo Pizarro que el reino de Chile era "nativo".

Hacia 1551 pululaban en las calles de Santiago bandadas de muchachitos mestizos revueltos con los cerdos, las cabras y los perros. El 31 de julio de ese año, el cabildo disponía: "que ningún indio, ni negro ni muchacho, sea osado de jugar ningún género de juegos: entiéndase de naipes e otros juegos quellos saben... so pena que le den cien azotes".

El presente de Michimalonco no impidió a los conquistadores continuar apropiándose de cuanta india joven se ponía a su alcance. Las indias eran a la vez concubinas y criadas. Durante la paz, cuidaban la casa, cocinaban, lavaban, tejían, confeccionaban el vestuario, regaban las hortalizas y auxiliaban en la cosecha, mientras los yanaconas extraían oro o hacían los trabajos más pesados. Durante la guerra, dos o tres de las más jóvenes y robustas acompañaban al amo para cuidarle y servirle. Cuando el soldado volvía a la guerra, después de invernar en los términos de Santiago, "se llevaba cuatro o seis indios varones y hembras con quienes van amancebados con color de llevarlas para su servicio". En 1580, los cien soldados del maestre de campo Juan Alvarez de Luna reunieron en el campamento de Arauco tal cantidad de mujeres mapuches que "hubo semanas que parieron sesenta indias de las que estaban a su servicio, aunque no en el de Dios".

En la zona densamente poblada del sur del Toltén se produjo desde temprano un enorme desequilibrio entre el número de indios varones y el de hembras. Al paso que muchos de los primeros se fugaron para no trabajar, las indias chincha-chilenas, lo mismo que sus hermanas al norte del Biobío, rehusaron al aborigen por seguir al español. Cada poblador de Osorno, Valdivia, La Imperial y Villarrica tenían un número casi fantástico de mujeres. Alvarez de Toledo habla de hombres casados que poseían hasta treinta concubinas. En los términos de La Serena, pasaba algo semejante. Francisco de Aguirre llegó a contar cincuenta hijos varones bastardos reconocidos, aparte de las mujeres, de la prole legítima y de los no reconocidos, cuyo número, tal vez, excedía a los primeros.

3. Barraganía

A medida que se desarrolló la familia, se formaron las ciudades y surgieron las inhibiciones familiares, religiosas y sociales, la poligamia desenfrenada se transformó gradualmente en la barraganía medieval, que había surgido como institución al margen del matrimonio monógamo cristiano. El vecino, como ya lo adelantamos, constituyó regularmente su familia, pero continuó engendrando, al margen de ella, un crecido número de hijos. En una carta a Felipe V, dice el obispo de Concepción en 1739: "Y no falta quien no satisfecho con vivir enredado con cuantas chinas apetecía su desenfrenado apetito, cogía a la usanza dos o tres mujeres, teniéndolas públicamente por tales en su casa al rito y al admapu de los indios infieles".

A medida que el contacto íntimo de las razas aumentó en la vida doméstica, las haciendas y las minas, la hembra aborigen, empujada cada vez con más violencia por el oscuro instinto de la especie, a buscar al macho de la raza superior, acabó por rehuir al indio hasta dentro del matrimonio. El obispo de Santiago, Francisco de Salcedo, escribía al rey: "Las indias que han quedado están en esta ciudad o en las estancias, repartidas, las más asentadas por carta o a su albedrío, de forma que no se casan (con los indios) porque las que son mozas viven mal con mestizos y españoles, y perseveran en su pecado con ellos, de que tienen muchos hijos, que hay hoy en este reino más mestizos habidos de esta manera que españoles".

Otro factor que estimuló enérgicamente la poligamia fue la desproporción de los sexos. Entre los españoles predominó en los primeros tiempos, de forma aplastante, el número de hombres sobre el de mujeres; pero en la gran masa aborigen, la guerra, el exilio voluntario y el alejamiento del hogar, impuesto por los conquistadores, redujeron mucho el número de hombres con relación al de mujeres. Al finalizar el siglo XVI, había varias indias por cada indio. Aunque en escala menor, pasó algo semejante entre los mestizos. En uno de los proyectos para reducir a los indígenas cuyo informe se cometió a fray Joaquín de Villarroel en 1752, se afirma que el recuento de la población de Santiago y Concepción arrojó nueve mujeres por cada hombre, y basándose en este dato, el autor estima que, en todo el reino, había cien mil varones y quinientas mil mujeres. Si se considera que la proporción de los sexos no podía diferir sensiblemente en los niños hasta los trece años de edad, habría que computar un varón por cada siete mujeres en los adultos. Al hablar de la población en el siglo XVIII, tendremos oportunidad de comprobar estos datos con otros antecedentes. Pero en todo caso, el número de mujeres excedía varias veces al de hombres, si se engloban en una sola masa a españoles, mestizos e indios. En cuanto a las ciudades de Santiago y Concepción, aunque parece que se hizo el recuento durante la temporada en que los hombres estaban en la guerra, la desproporción era enorme.

Este crecido número de mujeres con relación al de hombres facilitó eficazmente el desarrollo de la extensa poligamia que hemos descrito y cuya índole biológica y no moral señalaremos en el número siguiente.

4. Naturaleza de la poligamia colonial

Antes de describir el resultado del cruzamiento de las razas progenitoras, conviene fijar la naturaleza de la poligamia que lo presidió.

En los escritos de los eclesiásticos se repite, como una nota monocorde, el clamor contra la inmoralidad del conquistador español. El jesuita Bartolomé de Escobar cree que la plaga de ratones que coincidió con el nacimiento de sesenta mestizos en una semana en el campamento de Juan Alvarez de Luna, fue un castigo del cielo, desencadenado por tanta corrupción. A la liviandad de hombres y mujeres atribuyó el clero los terremotos y las calamidades que afligieron el reino. Los jesuitas creyeron divisar en la resistencia de los mapuches a hacerse cristianos y a dar la paz, un castigo de Dios, impuesto por la relajación de las costumbres.

Los eclesiásticos y la Audiencia claman al cielo contra los desmanes de los soldados que venían a invernar en los términos de Santiago: "descomponían a las doncellas", y a su regreso se solían llevar "hurtadas más de ochocientos indios e indias y una infinidad de bestias mulares, rompiendo para ello puertas y paredes" (Carta de la Audiencia al rey, de fecha 25 de agosto de 1610).

Sin embargo, como ya hemos adelantado al hablar de los progresos en la constitución familiar, la sociedad chilena de esta época es la más moral de la América española. En Chile, lo repetimos, la vida era demasiado dura y primitiva para que pudiera desarrollarse la galantería refinada de la Lima virreinal. Pobladores y soldados tenían que luchar demasiado con la pobreza y con los araucanos para que pudieran prender en ellos los vicios propios de la molicie. Los casos de pederastia que se registran en los fuertes, fueron provocados artificialmente por las inconsultas medidas de la Audiencia y de los virreyes, según veremos más adelante.

La vida colonial chilena se realizó interiormente sostenida por el poderoso andamiaje moral de su época, no debilitado por lacras prematuras, y exteriormente en forma pacata, tosca y somnolienta, como consecuencia ineludible de la necesidad de reposo y de tiempo que exigía el cruzamiento de las razas, y de las condiciones que crearon la guerra de Arauco y el aislamiento de los grandes centros de la cultura. Su moralidad exterior, que debe medirse con el código de su época y no con el nuestro, no desdice de la robustez de sus poderosos resortes interiores. La vida del hogar, lo repetimos una vez más, es sencilla, sana, austera y profundamente religiosa. Aún desde el punto de vista de la castidad, que el clero de la época erigió en medida única de los quilates morales de la sociedad, la doncella y la esposa son, en la familia española, de una honradez casi agresiva. La mejor prueba de ello es el escándalo que provocaron las escasas aventuras galantes que registra la vida colonial.

Lo que perturba el juicio del clero y de los moralistas de la época es la ignorancia de la verdadera naturaleza de la poligamia que gestó la raza chilena, y del papel que, como consecuencia de esa misma naturaleza, desempeñó en la vida moral de la Colonia. No hay error más grande que divisar en la poligamia desenfrenada de la Conquista y en la barraganía que la siguió una relajación de las normas que regulaban la vida moral de las razas progenitoras, o un reflejo de la libidinosidad. La india chincha-chilena, lo mismo que la mapuche era la hembra de una raza en cuyo admapu el ayuntamiento de la soltera no sólo no era tabú, sino que su fecundidad constituía un mérito a los ojos del futuro marido. La fidelidad sólo obligaba a la casada, y hasta donde es posible juzgar a través de los documentos, la atracción sexual y el mandato del admapu la tornaban fiel al español y al mestizo que elegía. Menos perversidad moral aún había en el hecho de que el hombre fuera casado o tuviera tres, cinco o diez concubinas más. Era la hembra de una raza polígama y su admapu le mandaba respetar la poligamia de su marido. Lo que a los ojos del sacerdote parecía un inmundo concubinato, para la india chincha-chilena o mapuche era un acto lícito y aún noble; era su matrimonio ancestral, el mismo que había dado el ser a ella y a sus antepasados durante milenios; sólo había cambiado la forma de la ceremonia. La castidad moral de la concubina sólo se enturbió mucho más tarde, cuando el concepto de la monogamia y del matrimonio cristiano empezaron a penetrar confusamente en algunas de las mestizas que quedaron en el fondo bajo y medio de la masa social.

En el hombre ocurría con restricciones lo que en las indias y las mestizas que seguía la condición materna. Los esfuerzos del cristianismo no habían logrado, hacia el siglo XV, transformar por completo la sicología polígama ancestral por la monogamia cristiana. Esta última estaba a medias de las creencias, y la primera persistía muy viva en la sangre y el subconsciente, y renació vigorosa apenas las condiciones sui generis creadas en Chile relajaron las inhibiciones morales que apuntalaban las creencias. El conquistador primero y el poblador más tarde, no cometían un acto inmoral al engendrar cuantos hijos les era posible. Lo mismo que la hembra aborigen, obedecía el mandato de la especie, que empuja a los pueblos aún no inhibidos por el intelecto y la usura, a engendrar muchos hijos, a llenar inconscientemente los claros de la guerra y a forjar nuevas razas.

La índole vital de la poligamia y de la barraganía colonial no sólo llevaba implícita la ausencia de inmoralidad sociológica, sino que también permitió su coexistencia con la alta moralidad de la vida social. Entre ella y la galantería, que mancilla a la doncella, engendra el adulterio y desorganiza la familia, nada había de común. Era un simple acto vital, consentido por el hábito sin repercusiones afectivas de alcance moral. Aunque parezca un contrasentido, en más de un aspecto, la poligamia y la barraganía contribuyeron a crea la alta moralidad de la familia chilena colonial. El varón, casi siempre apremiado para cumplir sus deberes sexuales, cesó de ser piedra de toque de la virtud de doncellas y de casadas. Sirvieron, también, de pararrayos contra los peligros de la castidad que entraña el soldado; el examen minucioso de los documentos revela que la descompostura de doncellas con la tropa invernante en Santiago, que tanto preocupó al clero, a la Audiencia y a los virreyes, se limitó al ayuntamiento del soldado con indias y mestizas jóvenes, que no hacían parte de la familia española.

5. Penetración de la sangre española en le pueblo mapuche

El cruzamiento del mapuche con la mujer española y mestiza se produjo esporádicamente, pero en una medida mucho mayor de la que hasta hoy se ha admitido. El araucano buscó a la hembra blanca española o mestiza con la misma avidez con que la chincha-chilena al varón español. Cada vez que destruyó una ciudad o un fuerte, se apropió de las mujeres que había en él, y los caciques se reservaban con preferencia las españolas o mestizas rubias. Las retuvieron a todo trance, ocultándolas en las montañas lejanas de las fuerzas españolas que intentaban rescatarlas, y engendraron en ellas cuantos hijos pudieron. Sólo cuando ya eran estériles las canjeaban por prisioneros mapuches. Era necesario que el cacique muriera o que se tratara de un canje muy interesante para que devolviera una mujer que aún podía dar hijos. La historia registra las capturas de mujeres españolas que por su número causaron sensación. En la destrucción de Valdivia, los mapuches se llevaron un crecido número de mujeres, de las cuales a lo menos doscientas cincuenta eran mestizas y algunas españolas. Pero el número de mujeres capturadas en los campos y en las sorpresas y el de las que durante los asedios de las ciudades y los fuertes se iban voluntariamente al campo mapuche, forzadas por el hambre y por los sufrimientos, era más crecido. Un rápido recuento de los casos registrados por los cronistas, conduce a la conclusión de que excedía con mucho al total de las mujeres que capturaron en las siete ciudades del sur al comienzo del siglo XVII.

Varios hijos de caciques y de españoles ocuparon alta situación en el pueblo mapuche. Antonio Chicahuala, el célebre cacique de Maquehua, era hijo del cacique Guacalán, que fue toqui general, a quien heredó, y de Aldonsa Aguilera y Castro, de noble linaje español, cautivada niña.

Más delante veremos que en el mestizo de varón español y hembra mapuche prevaleció, durante las primeras generaciones, la herencia cruzada; o sea, que el hombre tendió a tomar la fisonomía de la madre y la mujer del padre. Lo mismo parece que ocurrió en el cruzamiento de araucanos con españolas. Refiriendo las visitas que los caciques hicieron en Concepción al marqués de Baides, dice Rosales: "Llegó a la Concepción el cacique Antonio Chicahuala, muy galano y ostentando su gallardía y nobleza por ser de hermoso talle, alto de cuerpo, blanco de rostro, bien proporcionado y de agradable semblante". De los indios boroanos, producto del mismo cruzamiento, dice que en su tiempo tenían "fisonomías aguileñas y en ocasiones con ojos azules y pelo rubio".

Los mapuches aprendieron a defender a sus hembras durante los escarmientos de los españoles ocultándolas en los bosques. La mujer casada araucana, obedeciendo a su admapu, se defendía como le era posible, de las violencias del soldado español. Refiere Rosales de una india que, durante una maloca se había ocultado en un pozo, que "dio con ella un soldado de mucha corpulencia y de grande arrogancia y mucho bigote, y asiéndola de los cabellos la sacó del pozo, y para que se vea cuán alentada es la gente chilena, no hubo bien salido cuando asiéndole al soldado y echándole una mano a la espada y sujetándole con la otra, le tuvo tan a mal traer y le tuvo con tanta fuerza, llamando a los de su casa que viniesen a matarlo, que se vio en grandísimo aprieto y no hizo poco por librarse de sus manos. Pero, a través de los documentos, se advierte que ni esta resistencia era general, ni se extendía a las solteras, que no estaban inhibidas por las prescripciones del admapu. El soldado español se ayuntaba con violencia o sin ella con cuanta mujer mapuche joven encontraba en las rucas, dejando a los amigos la posesión de las viejas y de las repelentes, y la gran fecundidad de la hembra mapuche hacía que la mayor parte de ellas diera a luz, dentro de su propia tribu, mestizos que se fundían psicológicamente con la raza de su madre, pero que exteriorizaban rasgos antropológicos del padre español. Más adelante, esta fuente de mestización disminuyó en caudal, sin extinguirse totalmente.

El número de soldados españoles que se pasaron al enemigo fue relativamente crecido. Al finalizar el siglo XVI, los gobernadores individualizaban alrededor de sesenta desertores que se habían incorporado a los mapuches. El número de los mestizos que por diversos motivos se fueron de la tierra de sus padres a la de sus madres, era muchas veces más numeroso. Todos ellos se adaptaron al matrimonio mapuche polígamo, y dado el exceso de mujeres sobre el de hombres, que ya era muy considerable al finalizar el siglo XVI, su reproducción fue muy abundante.

Por las tres vías enumeradas, la sangre española penetró en las venas araucanas en tal cantidad que, a mediados del siglo XVIII, un testigo abonado, el jesuita Miguel de Olivares, que vivió largos años entre los araucanos, calculaba que la cuarta parte de la población era mestiza de español. Y, como sólo computa como mestizos a los "tan semejantes a los españoles de donde vienen que no se diferencian sino en el idioma, no es aventurado suponer que por la gran mayoría de la población mapuche circulaba ya sangre española".

6. Sentido del cruzamiento en el territorio ocupado por los españoles

El destino de los mestizos nacidos en suelo español fue muy diferente del de los nacidos en suelo mapuche; al paso que estos últimos se extinguieron en la lucha secular con sus hermanos hasta reducirse a un grupo pequeño, sin significación sociológica en el porvenir del pueblo chileno, los primeros formaron una nueva raza, distinta de la española y de la aborigen.

La mestización se realizó, durante la Conquista y el coloniaje, en un sentido fijo: el ayuntamiento del varón español con la hembra aborigen o mestiza, y el del varón mestizo con hembra aborigen o también mestiza.

Las mestizas de la primera generación resultaron de fisonomía agradable, inteligentes y hacendosas. Por regla general, casaron con los españoles que existían en el país y con los que vinieron con motivo de la guerra de Arauco. Muchas, educadas y dotadas por sus padres, hicieron casamientos ventajosos. Hemos recordado el caso de Agueda Flores, hija del carpintero alemán Bartolomé Flores y de doña Elvira, cacica de Talagante, que casó con Pedro Lisperguer. Podrían enumerarse muchos matrimonios iguales, que llevaron desde el primer momento la sangre aborigen a la alta aristocracia colonial y, a través de ella, a los vascos, que empezaron a llegar a mediados del siglo XVII. Baste recordar los de Martín Ruiz de Gamboa, gobernador de Chile, con Isabel de Quiroga, hija mestiza de Rodrigo de Quiroga; de Catalina Miranda, mujer de Bernabé Mejías; de Isabel Mejías con Luis de Toledo; de Leonor Godínez con Juan Ahumada; de Catalina de Cáceres con Francisco Rubio; de Juana Silva con Antonio Gómez, etc.

Las mestizas de segunda generación, con un cuarto de sangre aborigen, por lo común se casaron con el soldado español que continuó viniendo durante toda la Colonia. Hemos recordado que en la segunda mitad del siglo XVII ya iban veintinueve mil españoles muertos en la guerra. El matrimonio, siempre con españoles, continuó disminuyendo en los descendientes de estas mestizas la proporción de sangre aborigen, hasta eliminarla en las ocho o nueve generaciones nacidas desde el arribo del campamento al San Cristóbal, en 1540, hasta el término de la Colonia, en 1810. Los hijos varones de estos matrimonios desde el segundo cruzamiento, se confundieron con el español.

Sigamos ahora al mestizo de la primera generación. Fueron pocos los que se casaron en la alta sociedad. Sin embargo, el caso de Gonzalo Martínez de Vergara, hijo ilegítimo de Francisco Martínez, el socio de Valdivia, y de Mariana Pico de Plata, caica de Chacabuco, que casó con Teresa de Ahumada, sobrina nieta de Santa Teresa, no es único (por su abuela, Leonor de Godínez, Teresa de Ahumada, aunque de la alta aristocracia, era mestiza). La generalidad de estos mestizos de primer grado se casaron con otras mestizas o se reprodujeron libremente con indias puras. Pero desde mediados del siglo XVII, la rápida propagación de los mestizos hizo muy frecuente el matrimonio entre ellos.

Se formó así una gama que va desde el español casi puro con 1/64 % o menos de sangre aborigen, que suministró la base étnica de la antigua aristocracia colonial, hasta el chileno, casi aborigen con 1/64 % o menos de sangre española. La gran mayoría, el fondo racial oscila entre los 3/4 de sangre española y los 3/4 de sangre aborigen.

Esta gama presenta, sin embargo, una notable unidad étnica, debida a la relativa simplicidad de las dos sábanas progenitoras. El ibero-godo que formó la sábana paterna, al pasar, antes de venir a Chile, por los diversos tamices que hemos enumerado, adquirió una uniformidad psicológica y física que inútilmente se buscará en la población peninsular o en la de las demás repúblicas hermanas. En la sábana materna la hembra chincha-chilena, radicada al norte del Itata, y la radicada al sur del Toltén, eran hermanas, y la mapuche no estaba separada por grandes abismos.

Se advierten variantes regionales. Las más acentuadas son las del chilote en el sur y las de las provincias de Coquimbo y Atacama en el norte, pero son muy cortas comparadas con las de otros pueblos hispanoamericanos.

7. Características del mestizo

El cruzamiento del ibero-godo con la hembra chincha-chilena y mapuche se realizó en buenas condiciones biológicas. A pesa de las grandes diferencias físicas de las razas progenitoras, los caracteres en vez de disociarse, se unieron formando un tipo intermedio más bajo, más braquicéfalo y de cabellos más oscuros que el del conquistador. Bajo la influencia de factores favorables, creados por el régimen colonial, la reversión atávica hacia los caracteres ancestrales se redujo al mínimo, y el tipo intermedio se consolidó en una nueva raza histórica en el corto espacio de dos siglos. Quedó en pie la gama que va desde el español rubio del siglo XVI hasta el aborigen también casi puro, pero sin separaciones regionales ni divergencias irreductibles.

El chileno mostró, desde el primer cruzamiento, mayor vigor físico que todos los demás mestizos hispanoamericanos, sin exceptuar a los de tallas más altas.

En las primeras generaciones, dominó la herencia cruzada: casi la totalidad de los hombres tomaron los cabellos y los ojos oscuros de sus madres, mientras entre las mujeres prevalecieron con cierta frecuencia los ojos azules y los cabellos rubios de los padres. Hablando de las hijas de españoles y de mujeres aborígenes rescatadas por Alonso de Ribera en Purén, dice González de Nájera, testigo que forma contraste con el resto de los cronistas por su veracidad y ausencia de fantasía: "Venían algunas niñas, hijas de padres españoles, que la mayor no pasaría de doce años, tan blancas, rubias y hermosas, que ponía maravilla en verlas". Como nos asaltaron dudas de que estas niñas pudieran ser hijas de madres españolas, recorrimos con minuciosidad los demás testimonios, y todos concuerdan con la afirmación de González de Nájera. Gómez de Vidaurre, refiriéndose a las chilenas de cuarta y quinta cruza, dice: "De las mujeres chilenas se debe decir que son generalmente bellas, de buen talle proporcionado a su sexo, su color blanco rosado y su pelo largo, rubio y sutil". A mediados del siglo XVII, cuando la mayoría de los españoles de Chile eran aún rubios, hablando de la dificultad de distinguir los mestizos, "que son los hijos de español y de india - dice el padre Alonso de Ovalle - no hay otra señal para distinguirlos del puro español, hijo de español y española sino en el pelo, que éste hasta la segunda o tercera generación no se modifica; en todo lo demás no hay diferencia alguna, ni en las facciones del rostro"... Un siglo más tarde, Felipe Gómez de Vidaurre advertía, todavía, la persistencia del pelo oscuro en el varón. "Los mestizos y cuarterones - dice - están bien hechos, de estatura regular, blancos por lo común como los españoles, de modo que, si no fuese por el pelo, que en ellos es liso, grueso y negro, aún después de varias generaciones, no se distinguirían de un puro español" (La herencia cruzada desapareció, al parecer, en las uniones posteriores de mestizos con indios o con otros mestizos; de aquí que en el pueblo la mujer presente hoy un aspecto menos europeo que el hombre).

Estos datos corresponden a una fase ya pretérita de la evolución de la raza chilena. El proceso de formación del tipo medio adelantó tan rápidamente en el siglo XVIII, que al término de la Colonia representaba, tal vez, el 50 % de la población total; y hoy, posiblemente, excede del 70 %. Por otro lado, el clima luminoso del centro y del norte de Chile ha influido con cierta energía en el sentido de eliminar al elemento dólico-rubio de la raza chilena, aún más sensible a las influencias del medio que el europeo, en razón de sus repetidos y recientes cruzamiento.

La talla media de la nueva raza se fijó provisionalmente en 1.66 para el hombre adulto y 1.54 para la mujer. Es pues, más elevada que la talla actual del español y que la media de las razas que formaron la sábana materna. Se recordará que la talla del mapuche es de 1.61 para el hombre y 1.45 para la mujer. En la chincha-chilena cuya composición étnica es más compleja, había dos tipos muy marcados: en el mayor la talla era de 1.66 para el hombre y 1.54 para la mujer, exactamente la del chileno actual, y en el otro, no subía de 1.60 a 1.62 para el hombre. Carecemos de datos sobre la talla de la sábana paterna. Pero los cronistas y los documentos insisten, con rara uniformidad, en la enorme diferencia de talla entre los conquistadores y los aborígenes, lo que obliga a suponer que el soldado ibero-godo tenía 1.70 o más.

El índice cefálico medio actual del chileno es de 79.5, más alto que el español. Si se recorren las variaciones regionales del índice cefálico español a la luz de los datos acumulados por Federico Oloriz, hay necesidad de eliminar, desde el primer momento, ese factor entre los determinantes de la elevación del índice cefálico chileno, y atribuirlo al aporte del elemento mapuche y del chincha-chileno de tipo alto, ambos sub-braquicéfalos (clasificación de Lapogue. Tanto en las mediciones de la talla como las craneanas de las razas aborígenes chilenas se han hecho sobre esqueletos de individuos ya en gran parte mezclados con el español, y sobre ejemplares vivos que llevan sangre española inaparente. Es pues, probable que la talla de los mapuches y de los chincha-chilenos fuera más baja y su braquicefalia, mayor que la arrojada por las mediciones).

En el tipo medio, la piel es ligeramente más oscura que en las razas europeas de pelo negro y con un viso rojizo, que recuerda la pigmentación americana, en vez del viso pálido mate del meridional europeo de pelo oscuro. El sistema piloso, generalmente liso, es menos desarrollado que en el europeo y casi nunca alcanza el tinte negro definido que en el español e italiano meridional y en otros pueblos hispanoamericanos. Con frecuencia claro en la niñez, toma más tarde un color oscuro indefinido, que recuerda la mezcla, aún muy reciente de los cabellos rubios predominantes en la sábana paterna, con los negro azabache de los chincha-chilenos y de los mapuches. El mismo color oscuro indefinido domina el iris de los ojos (La actual población mapuche ha perdido el color negro azabache del sistema piloso y el iris de los ojos, como consecuencia de la sangre española que circula por sus venas).

En la conformación general de la musculatura, prevaleció el corte brevilíneo de la sábana materna, que caracterizaba también al ibero, cuya sangre venía mezclada ya desde antiguo a la del godo en el mestizo que formó la sábana paterna.

Como en otro tiempo en España, salpican la gran masa, individuos rubios, de ojos azules y cabellos ondulados, con frecuencia de elevada estatura, cráneo dolicocéfalo y conformación longilínea. No existe estadística que permita apreciar su proporción, ni de existir serviría de gran cosa, pues forman una gama tan extensa desde el tipo germano o godo puro, hasta tocar el tipo medio, que su proporción dependería del punto de la gama en que se fije la barrera que separa al tipo de la variante germana. Hasta donde es dable inferir hechos de esta naturaleza a través de los documentos, el tipo rubio parece fundirse con rapidez en la gran masa morena, a pesar del refuerzo que le ha aportado la llegada esporádica, durante la República, de elementos germanos procedentes de diversos países europeos.

Por último, queda también al margen del tipo medio, cierto número de individuos, tal vez el 15 ó 20 % de la población total, que han revertido antropológicamente al tipo aborigen, sobre todo al chincha-chileno, de cabellos negros y ojos pequeños negro azabache.

En un estudio antropológico sería menester entrar en mayores detalles: subrayar la acentuada variante chilota, los tipos regionales del norte inclusive el tarapaqueño, y distinguir en el porcentaje de la masa que ha revertido al aborigen, los que se inclinaron hacia el chincha-chileno de los que tomaron características del mapuche, del pehuenche, etcétera. Pero estas distinciones carecen de significación histórica y son del resorte de los estudios científicos especiales. A la historia sólo le interesa registrar lo que influyó en el suceder: el mestizaje y sus consecuencias psicológicas. La misma descripción minuciosa de las características físicas de la nueva raza, aún en activo cambio, pertenece a la antropología.

8. Rápida eliminación de la sangre negra

Ha llamado la atención de los antropólogos la escasez de los vestigios de la sangre negra en la raza chilena. Los historiadores del siglo pasado se apresuraron a explicar el hecho, diciendo que la pobreza y el trabajo gratuito del indio encomendado habían impedido casi en absoluto la entrada a Chile del esclavo negro. Los documentos que hoy conocemos desmienten esta afirmación. Prescindiendo de los esclavos negros que trajo Almagro, cuyas huellas étnicas se redujeron a los hijos que engendraron en las indígenas que forzaban a su paso, el negro empezó a llegar a Chile desde los albores de la Conquista. Se recordará que Juan Valiente, más tarde gran encomendero, era negro horro; Bartolomé Flores trajo dos esclavos negros; Domingo, el pregonero de Santiago, era de color, y todo induce a suponer que venían varios más en la expedición de Valdivia. Quince o veinte negros en un campamento de ciento cincuenta españoles, étnicamente es una proporción formidable, pues la fuerza hereditaria de la sangre negra, en medio adecuado a ella, es superior a la raza europea.

El número de negros creció con rapidez, manteniendo a lo menos su proporción respecto al español, cuyo número aumentó también considerablemente. Hemos visto que, en 1551, el cabildo de Santiago penó con la eviración completa al negro que forzaba indias. En 1555, en el navío de Pedro de Malta vinieron tres negros que se vendieron en Coquimbo en ochocientos pesos, y otros cuatro que continuaron a Santiago. Uno de los pasajeros, Francisco BIlbao, traía varios esclavos, cuyo número no se especifica, y en las compras de pan y de galleta para la tripulación, figuran entre los vendedores Lucía, negra de Coquimbo, y Francisca Figueroa, negra de Santiago, ambas panaderas. En los demás navíos vinieron también numerosos esclavos negros, como marineros, que se vendían en Chile. Contrariamente a lo asegurado por Francisco de Gálvez, en 1575 había en Chile un número relativamente crecido de negros. Sus huellas aparecen por todas partes. Recorriendo los registros notariales, se encuentran varias ventas. En el protocolo de Juan de la Peña correspondiente a 1564, se registran seis transacciones de negros, cuyo valor fluctuó desde doscientos castellanos, que Luis Pérez pagó por un negro borracho, ladrón y enfermo, de dieciséis años, hasta cuatrocientos pesos, que Antonio González pagó al obispo González de Marmolejo por un negro de cuarenta años sin tacha (Amunátegui Solar). Poco después, Pedro de Villagra, al reformar las ordenanzas de Santillán, como ya hemos visto, prohibió el empleo de los negros como mayordomos en las minas, a fin de prevenir los abusos que cometían con las mujeres aborígenes y el maltrato que daban a los indios. Por reales cédulas de 28 de enero de 1594 y 9 de noviembre de 1595, el rey prohibió la internación de negros por Buenos Aires, pero consta oficialmente que los vecinos de Chile continuaron comprándolos, so pretexto de que la prohibición sólo regía para el virreinato.

El 9 de agosto de 1630, el cabildo de Santiago contaba dentro de los términos de la ciudad "más de dos mil quinientos esclavos negros angola, borrachos como los indios". La misma corporación hizo presente, el 17 de noviembre de 1631, a Lazo de la VEga, que dentro de la ciudad había dos mil negros y mil quinientos indios. Pero existe un documento, que por la calidad de los firmantes y la necesidad en que estaban de partir de datos exactos, es decisivo. El 14 de junio de 1632 se reunieron en caso de concordia el gobernador Francisco Lazo de la Vega y el obispo de Santiago, señor Salcedo, a fin de arbitrar medidas para enterar la congrua de los párrocos rurales, y en el acta hicieron constar que "en las estancias y distritos de los pueblos de indios, la mayor parte de gente que hay son negros, mulatos y zambaigos, en más cantidad que los dichos indios". Al finalizar el primer tercio del siglo XVII había, en el obispado de Santiago, más negros, mulatos y zambos que indios sujetos a tributo.

El número de negros continuó aumentando en el siglo XVIII. Según el censo que hizo levantar Agustín de Jáuregui en 1778, en el obispado de Santiago, que abarcaba desde el desierto de Atacama hasta el Maule, había en las provincias chilenas 21.583 negros, zambos y mulatos, y 3.925 en Cuyo, ya segregado de Chile. El único censo que se conoce del obispado de Concepción es del año 1812, y arroja 7.917 negros puros, mestizos y zambos.

Estos datos, que contradicen, como en casi todos los aspectos del desarrollo histórico, las conclusiones de los historiadores del siglo XIX, forjadas casi íntegramente por el racioncinio sobre la base de una documentación muy incompleta, plantean un problema: ¿cómo eliminó el pueblo chileno en poco más de un siglo la sangre negra que circulaba en sus venas? La respuesta a da, también, la nueva documentación. En 1580, la inquisición de Lima falló la causa que ya conocemos contra María de Encío, natural de Bayona en Galicia, mujer de Gonzalo de los Ríos, vecina de Santiago de Chile, presa con secuestro de bienes por el Santo Oficio. Entre los numerosos capítulos de la denuncia, figura el de impedir los matrimonios de los negros que trabajaban en el ingenio de azúcar de su marido en La Ligua. Contestando a este capítulo de la acusación, la rea confesó que había rogado a cierto fraile "que casase las indias con sus iguales y no con negros, porque los mataban luego, y que lo pidió, porque le habían muerto a diez o doce negros y no por impedir el matrimonio". La Encío había observado un hecho exacto, pero le daba una explicación torcida: lo que mataba a sus negros, no era su intemperancia genésica, ni las exigencias sexuales de la india chilena que nunca fue lujuriosa, sino el clima. El raciocinio puede inferir que, en el clima templado y luminoso de La Ligua, el negro debía aclimatarse mejor que en Estado Unidos, pero los documentos prueban que no se aclimató en ninguna región del territorio chileno. Contribuyó, sin duda, a este resultado, la circunstancia de que el negro se trajo a Chile, en su gran mayoría directamente de Angola o de Guinea, sin pasar por un clima intermedio, como el del sur de los Estados Unidos, donde la selección mesológica actuó en condiciones menos duras que en Chile. Es posible, también, que el alcoholismo contribuyera a provocar la tuberculosis, como agente auxiliar de la inadecuación del clima. Pero sea de ello lo que fuere, el hecho es que la vitalidad del negro decaía en el clima chileno con rapidez vertiginosa. Pocos meses después de llegar, estaba macilento y extenuado, como en un medio polar. Los casos de Juan Valiente y de uno que otro negro en los cuales se registran energía, coraje y vitalidad, corresponden a mestizos en que, bajo la piel negra, se ocultaba la idiosincrasia vital del blanco. Juan Valiente, como ya lo hicimos notar, era un hidalgo español que, a pesar de su piel, se captó el cariño y el respeto de los propios conquistadores.

Chile fue para la sangre negra una vasija rota: por la vía de las neumonías y de la tuberculosis se eliminaba la que trasponía los Andes o llegaba por los puertos.

No menos eficazmente que el clima, contrarió la perpetuación del negro la violenta repulsión que la mujer mapuche experimentó por él. En carta de 17 de abril de 1613, el virrey marqués de Montesclaros, proponiéndole al monarca el aumento de los negros en Chile, le dice que en este país no hay temor que se fuguen al enemigo, porque "aquellos indios (los mapuches) los aborrecen más que a nosotros, y en ninguna manera consienten entre sí negros, antes los matan en topándolos". Otros documentos confirman la afirmación del virrey. El cruzamiento de negro y de aborigen se limitó a la india picunche dentro de las tierras de paz, que le fue enérgicamente disputada por los mestizos españoles.

La eliminación del negro fue un gran bien para la raza chilena. Las manifestaciones intelectuales y morales de sus mestizos no fueron alentadoras. El naturalista Felipe Gómez de Vidaurre apunta la debilidad física del mestizo de español y de negro; y dice de los zambos; o sea, de los mestizos de negros y de indias, que son más membrudos y robustos, pero que "las dotes del alma de ordinario (son) malas, nada fieles, sumamente iracundas, crueles, traidoras, y en suma gente cuyo trato debe rehuirse".