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CAPÍTULO III
FORMACIÓN DE LA RAZA CHILENA

LAS SÁBANAS PROGENITORAS

1. La sábana paterna

Dentro de un orden rigurosamente lógico, el bosquejo de la composición étnica del pueblo español a mediados del siglo XVI debió seguir a los capítulos consagrados a la prehistoria chilena y a las razas aborígenes. Nos ha parecido, sin embargo, preferible incorporarlo a la reseña de la formación de la nueva raza que surgió del cruzamiento del español con el indígena.

En los primeros momentos, las características psicológicas del conquistador son las mismas de un extremo a otro de la América española. Fue la guerra de Arauco la que diferenció al conquistador de Chile; y, sin conocimiento previo de las modalidades de esta contienda secular, es importante formarse concepto del sentido y de la intensidad de la selección psicológica y étnica especial que ella determinó. Aún la procedencia regional del conquistador que formó la sábana paterna de nuestra raza, no se definió sino al término de la Conquista y al comienzo de la Colonia.

Es posible que la falta de definición de las denominaciones de iberos, celtas, godos, vascos, andaluces, etcétera, haya embarazado algo al lector extraño a la antropología. Pero las ventajas de reunir en algunos capítulos estrechamente enlazados todo lo pertinente a las razas progenitoras, a su cruzamiento y a los resultados del mestizaje, compensan con exceso aquellas definiciones.

2. Elementos étnicos de los actuales pueblos europeos

La ignorancia antropológica de los historiadores y el afán de los antropólogos por reemplazar en la historia las razas que la han hecho, por los tipos humanos que cataloga su ciencia especial, han producido tal enredo que es imposible dar siquiera una idea general de la constitución étnica del pueblo español en el siglo XVI, sin definir antes los términos que vamos a emplear.

En la estructura étnica de los pueblos europeos modernos, lo mismo que en la de los griegos y romanos, se reúnen tres elementos fundamentales: el homo mediterráneo, el homo alpinus y el homo europaeus.

Estos tres elementos son el producto milenario del medio físico que los engendró y de influencias prehistóricas sobre las cuales la antropología ha avanzado hipótesis y conclusiones con frecuencia contradictorias. La historia sólo puede recogerlos como razas históricas de caracteres físicos definidos y de constituciones mentales diferentes, hasta donde es posible juzgar a través de su actuación. En este sentido, las hipótesis y las conclusiones de la antropología quedan al margen de la clasificación: que la distinta manera de sentir, de pensar y de obrar de estas tres razas históricas sea la resultante de la conformación craneana, de la suma de energía vital acumulada en cada tipo, del desarrollo histórico mismo (influencias morales y sociales) o de todos estos factores combinados, es asunto que sólo interesa al sociólogo o forjador de hipótesis sobre la evolución social. Tampoco interesa a la historia dilucidar el problema de si estas razas fundamentales han sido o no el producto del cruzamiento de otras razas anteriores. Pero sólo un historiador destituido del poder cerebral necesario para penetrar más allá de la cáscara del devenir histórico, o un cerebro subyugado por la fuerza del sentimiento místico, puede desdeñar la constitución étnica como factor fundamental de la historia en un período determinado. El historiador que no tome en cuenta la forma como las tres razas apuntadas se conjugaron en la formación de los pueblos europeos modernos y sus derivados, resbalará sobre la superficie de la historia. Del mismo modo, el que pretenda, como Gobineau o Lapogue, limitar el devenir histórico a las simples reacciones y a los cambios de los elementos étnicos, sólo elaborará una tesis ingeniosa destituida de toda base en la historia. La historia del pueblo chileno, cuando se la contempla después de haberla recorrido con espíritu ajeno a todo prejuicio sociológico, es un ejemplo vivo de cómo, por momentos, se sobreponen en el devenir los factores meramente físicos, las tendencias hereditarias o las sugestiones espirituales gestadas en las propias entrañas de la colectividad o impuestas por pueblos de mayor vitalidad cerebral.

Hechas estas salvedades, veamos los caracteres de las tres grandes razas que entran en la constitución étnica de los pueblos europeos.

El homo europaeus, de Linneo, dolicocéfalo, rubio, de ojos azules y cabellos ondulados, de elevada estatura, como veremos más adelante, al cruzarse con las razas morenas, parece haber engendrado la totalidad de las civilizaciones que registra la historia. Su talla media masculina adulta fluctúa alrededor de 1.70. El índice cefálico medio del individuo vivo es de 72 a 76 y el del cráneo disecado de 70 a 74. Su conformación general es longilínea.

La cuna de esta raza es la región, hoy cubierta por el mar del Norte, que sirve de base a las islas Británicas y a la Escandinavia. El linfatismo de los tejidos, la despigmentación de la piel, del sistema piloso y del iris, son las resultanres de las influencias del medio marítimo húmero y brumoso, sin calores estivales ni inviernos demasiado fríos. Esta raza desaparece en pocos siglos cuando deja su medio para trasladarse a climas secos y luminosos, eliminada en las selecciones por las razas morenas, mejor adaptadas a los climas de luz viva.

Uno de los más célebres antropólogos del siglo XIX, Varcher de Lapogue, reconstituyó idealmente los caracteres de esta raza, infiréndolos de la actuación que ha tenido en la historia, en estos términos: "El dolicocéfalo (rubio) siente grandes necesidades y trabaja sin cesar para satisfacerlas. Tiende más a ganar que a conservar las riquezas; las acumula y las pierde con facilidad. Aventurero por temperamento, se atreve a todo, y su audacia le procura grandes éxitos. Se bate por el placer de batirse, pero, en el fondo, siempre lleva en mira el provecho. Toda comarca es suya y su patria es el globo terrestre. Su inteligencia recorre todos lo grados y va, según el individuo, desde la estupidez hasta el genio. Nada existe que él no se atreva a pensarlo o quererlo, y en él, querer es ejecutar en el acto. Es lógico sólo cuando le conviene, y jamás se paga de palabras. El progreso es su necesidad más intensamente sentida. En religión, es protestante; en política, solo pude al estado que respete su actividad, y tiende más a elevarse él que a deprimir a los demás. Divisa desde muy lejos su interés personal, el de su nación y el de su raza, que empuja hábilmente a los más altos destinos".

Apartemos la vista de este bosquejo psicológico ideal, que se aproxima mucho al de los pueblos inglés y norteamericano durante la segunda mitad del siglo XIX, y continuemos con la descripción de las dos razas restantes. Pero dejemos antes sentado que el tipo humano que la antropología llama homo europaeus, corresponde a lo que, antes de percatarse del error de cuna, se llamó raza indogermana o indoeuropea, y más recientemente, raza dólico-rubia, raza aria, raza kímrica y raza gálata. Más adelante explicaremos el origen del error que atribuyó por largos años origen asiático a esta raza netamente europea.

No tenemos para qué enredarnos en las discusiones que ha suscitado el origen del homo alpinus. Que se un híbrido ya fijo de acrogonus, que provenga de otro u otros cruzamientos, que sea necesario descomponerlo en una serie de variedades distintas, productos de otros tantos cruzamientos de acrogonus, es indiferente para la historia del pueblo español y de sus derivados, que casi no llevan tal sangre en sus venas. Esta raza y sus mestizos alcanzan un área de dispersión que se extiende desde el Atlántico al mar Caspio y al Eufrates, excepto España, el sur de Italia y las islas de Europa.

El homo alpinus es braquicéfalo, de estatura baja, cabellos y ojos negros. Sus representantes más puros son el turco propiamente dicho y el auvernés.

Se ha hecho un bosquejo ideal de su psicología, lo mismo que de la del homo europaeus, muy influido por algunas modalidades del pueblo francés, de la cual forma el fondo. Su sangre, según los antropólogos, entraría por mucho en el alto poder intelectual de franceses, ingleses y alemanes.

Esta raza alpina tiene en la historia por sinónimos impropios los de raza celto-eslava y raza turania.

Bajo el nombre de homo mediterráneo, creado por Broca, se han englobado las distintas variantes de la raza dolicocéfala y subdolicocéfala morena, de corta estatura, de ojos y cabellos negros rizados, que forman el fondo de la población de España, del sur de Italia y de las islas europeas, y comprende a los bereberes y a otras tribus blancas de Africa, a los judíos, a los fenicios y a los asirios. Su tipo clásico es el napolitano y el español, y sobre todo el andaluz. Unos la confunden con la raza afrosemita y otros hacen de ella una de las sub-razas que engloban en esta denominación.

3. Irradiación mundial del "homo europaeus"

Las comarcas bajas que fueron cuna del homo europaeus empezaron a sumergirse en el mar en una época prehistórica. Parece haber sido una inmersión lenta, acelerada de tarde en tarde por períodos de actividad. La historia ha alcanzado a registrar los últimos períodos activos, que empujaron a las tribus nórdicas a invadir a Roma. Pero el proceso total de la inmersión abarca, tal vez, muchos milenios.

La necesidad del pan, sumándose a su espíritu audaz y aventurero, empujó a los pueblos que ocupaban el continente hundido a emigrar. El rico depósito de energía vital latente en estas tribus aún bárbaras, aguijoneado por la necesidad, se despertó; y presa de un verdadero vértigo de conquista y de creación, se extendieron por Europa, Asia y Africa, siguiendo los radios de un abanico gigantesco. Tribus numerosas invadieron la India hasta más allá del Brahmaputra y convergieron hacia la China. Nuevas invasiones de tribus dolico-rubias del norte de Europa entraron, también, en este país por el noroeste. Alejandro y sus macedonios no hicieron otra cosa que seguir la huella del camino que sus remotos antepasados habían recorrido hasta llegar al mar de Bengala por el sur y hasta el Pacífico y el Japón por el oriente.

Otras tribus nórdicas, hermanas, los medos, los bactrianos, etcétera, siguieron a las anteriores en su marcha hacia el Asia. Tribus también nórdicas fueron a parar a la parte alta del valle del Nilo, y allí se refundieron con la población autóctona de Egipto, Etiopía y Nubia.

Estas tribus, según su volumen, fueron absorbidas más o menos pronto por las masas judías, fenicias, mongólicas, indias, coptas, libias, caratginesas, etcétera, de Asia y Africa. Ejercieron en el desarrollo de sus civilizaciones una influencia que sólo podemos reconstruir conjeturalmente; y las más numerosas las que dominaron por siglos la comarca, impusieron su idioma. De este hecho, nació la leyenda de los arios oriundos de Asia.

Los tracios, los ilirios, los ligures y otras tribus, emigraron hacia el este y hacia el sur de Europa. Algunas de ellas se refundieron en el suelo de Grecia con los pelasgos, dólico-morenos de la raza mediterránea, y con restos de razas alpinas, y encendieron la civilización griega. Los latinos, los umbrios y otras tribus nórdicas se posesionaron de Italia, donde dieron vida al pueblo romano por su cruzamiento con las razas morenas ya asentadas en el país.

Hacia el advenimiento de la era cristiana, un nuevo período de inmersión activa empujó hacia el oriente y el sur de Europa a las tribus que habían permanecido asentadas en las riberas de las comarcas hundidas. En su mayor parte se establecieron en la Germania. Pero los rus llegaron por el oriente hasta la actual Rusia europea; y otras tribus avanzaron por el sur hasta el Caspio, desalojando a los pueblos que les habían precedido o refundiéndose en ellos.

Las masas asiáticas, al precipitarse sobre Europa, se llevaron por delante a estos pueblos y los empujaron sobre el imperio romano, en el cual entraron violentamente al principio y luego como amigos o aliados, desde el suroriente por la Dacia, la Moesia, la Tracia y la Dalmacia, y desde el norte por la Panonia, la Bética y las Galias, entre los años 376 y 568 de la era cristiana. Los flamencos se instalaron en la Bélgica de hoy, los francos en la orilla izquierda del Rhin, los suevos en Suiza y los bávaros en Austria y Baviera. Los anglos y los sajones se adueñaron de Inglaterra. El 24 de agosto de 410, los ejércitos godos de Alarico entraron en Roma, y desde 476 desapareció el emperador de Occidente. Las emigraciones nórdicas continuaron con menor fuerza durante toda la Edad Media.

Estas tribus nórdicas dólico-rubias permanecieron, a veces, en estado bárbaro muchos siglos después de dejar su cuna, como ocurrió con los galos; pero al mezclarse con la población morena, engendraron las actuales civilizaciones europeas.

En todos estos cruzamientos, al cabo de algunos siglos, desapareció el elemento nórdico, eliminado con mayor o menor rapidez según la naturaleza del clima, por el medio físico favorable al elemento autóctono moreno y adverso al rubio, que era una raza hiperbórea.

Los filólogos, advirtiendo que el sánscrito y las lenguas germanas tenían una raíz común, e influidos por la tradición bíblica, forjaron la hipótesis absurda de que la cuna del homo europaeus había sido el Asia, y desde allí había irradiado hacia Europa. Los historiadores, guiándose por la curva que los pueblos nórdicos describieron, al dirigirse primero al oriente y volver después sobre occidente, cayeron en el mismo error.

En los dominios de la biología y de la antropología, desde Linneo en adelante, nadie discute siquiera la antojadiza suposición de la filología. Aunque no existiera documentación que aclara su cuna, el homo europaeus biológicamente no pudo ser el producto del clima de Asia, a lo menos tal como lo conoce la historia. Pero los historiadores siguen repitiendo el error, sencillamente porque incurrieron en él sus predecesores.

4. Composición étnica del pueblo español a mediados del siglo XVI

Ya en posesión de los datos agrupados en los dos números anteriores podemos entrar al esbozo de la constitución étnica del pueblo español en el siglo XVI.

Por un aparente contrasentido, España, cuya orografía se presta más que la de los otros países europeos al regionalismo, y cuyo suelo fue hollado por iberso, celtas, fenicios, griegos, cartagineses, romanos, judíos, vándalos, suevos, alanos, godos, árabes y moros, sin contar las razas prehistóricas ni las que lo atravesaron sin establecerse en él, presentaba en el siglo XVI una notable unidad étnica. La masa, digamos, para representarnos el dato con una cifra, el 80 % de la población estaba formado por diversas variantes de la raza mediterránea, o sea, el pueblos de corta estatura, subdolicocéfalo, de cabellos y ojos obscuros que pobló la cuenca del Mediterráneo y se extendió por el norte de Africa, Asiria y Palestina.

La unidad antropológica de este fondo étnico había sido alterada muchos siglos antes por los celtas. Unos dos mil años antes de la era cristiana (la fecha de la invasión celta se ha hecho retroceder hasta los comienzos de la edad neolítica por algunos antropólogos, y se la ha situado por más de un historiador en el siglo VI A.C.) se derramó sobre la península ibérica, a través de los Pirineos, una caudalosa ola celta que la recubrió con muchas irregularidades. El invasor era un pueblo nórdico de elevada estatura, de cabellos rubios, ojos azules y dolicocéfalo, salvo los numerosos mestizos y esclavos que traía consigo (durante mucho tiempo, se confundió al primitivo pueblo celta, rama del homo europaeus, con los mestizos y esclavos braquicéfalos que llevaba consigo y con los nuevos pueblos mestizos que surgieron del cruzamiento). La invasión fue tan irregular que, en la época de los romanos, o sea diecinueve siglos más tarde, todavía se distinguían: la población ibera más o menos pura en el sur y en el este de la península; la celtíbera o mezclada en la meseta central, y en el noroeste y el occidente (Portugal y Galicia), la celta, que predominaba en forma manifiesta. Al llegar los fenicios, encontraron en esta última región de España una civilización encendida por la mezcla de las dos razas, cuyas características no nos interesan.

Lo mismo ocurrió más tarde con el pueblo godo, la raza autóctona eliminó por selección a la hiperbórea, y después de treinta y seis siglos corridos desde la llegada de los celtas hasta el siglo XVI de nuestra era, ya su sangre estaba prácticamente eliminada de la constitución étnica del pueblo español.

Los contactos de otros pueblos, salvo la invasión goda, no tuvieron gran importancia desde el punto de vista antropológico. Fenicios, cartagineses, griegos y romanos sostuvieron relaciones comerciales, crearon establecimientos o factorías en la costa y los últimos conquistaron y organizaron el país; pero sin inyectarles en gran escala nuevas sangres. Fenicios y cartagineses eran, como el ibero, variantes de la gran raza afrosemita. Lo mismo ocurrió con los judíos y con los árabes. Según algunos documentos, que acoge Amador de los Ríos en su "Estudio sobre los judíos en España", los judíos que Tito y Flaviano trasladaron de Palestina a España se habrían multiplicado tanto que, a fines del siglo XIII de la era cristiana, pasaban de un millón. Dudamos mucho de la veracidad del empadronamiento que sirve de base a este cálculo; pero aún concediendo que refleje la realidad, la expulsión y las persecuciones habían mermado a los judíos de España hasta reducirlos a menos de doscientos cincuenta mil a fines del siglo XV; y de este número, salieron del país no menos de ciento ochenta mil, como consecuencia del decreto de expulsión de 31 de marzo de 1442. Por lo demás, cualquiera que sea la importancia sociológica de la influencia judía sobre el devenir histórico español, no alteró su constitución étnica. Tampoco la alteró la invasión árabe, o mejor dicho berebere. Después de la toma de Granada, quedaron en España entre un millón y millón y medio de moriscos, separados del pueblo español por la religión y por el pasado histórico; pero no por la sangre: iberos, judíos y bereberes son ramas de un mismo árbol.

La única sangre distinta que salpicaba este fondo social uniforme fue la nórdica, introducida trece siglos antes por los suevos, los vándalos, los alanos y los godos. Ya no formaban, como al comienzo, una casta cerrada; pero, a diferencia de lo que ocurría con los celtas llegados veintirés siglos antes, sus huellas son aún manifiestas. Basta mirar los retratos de los siglos XV y XVI para darse cuenta de la rapidez con que el pueblo español eliminó los elementos nórdicos de su constitución étnica, a partir de la conquista de América y de las guerras de Carlos V y de Felipe II.

¿Qué porcentaje representaban el godo y sus mestizos en la población española del siglo XVI? Nadie podrá expresarlo con números. Cuando hablamos del 15 al 20 %, sólo nos valemos de una cifra para representar al lector el escaso caudal de sangre goda con relación a la ibera.

Así, pues, al terminar el siglo XV, la constitución étnica del pueblo español estaba formada, fundamentalmente, por una masa dolico-morena de corta estatura, constituida por diversas ramas de la gran familia afrosemita, salpicada de elementos nórdicos aún no absorbidos, pero en vía de rápida desaparición.

5. Iberos

Los escritores romanos oponen siempre las tribus iberas (bajo el nombre de iberos englobamos al conjunto de razas morenas que han poblado la península. Carecería de objeto engolfarnos en el estudio de su origen y de sus componentes), amigas de la soledad, poco comunicativas y reconcentradas, al celta, pródigo en discursos, aturdido y mudable, que lanza en todo sentidos sus hordas ligeras. "Los iberos estaban divididos en pequeñas tribus montaraces que no se enlazaban entre sí por efecto del carácter y el orgullo que les inspiraba la confianza en sí mismos". Sus vestiduras negras contrastaban con los trajes brillantes y abigarrados de los galos.

Tácito describe a los iberos como hombres de corta estatura, de tez morena, pelo rizado, cubiertos de pieles oscuras y destituidos de energía militar expansiva o conquistadora. Los demás historiadores completan la descripción, diciendo que tenían mediano talento, pero que eran laboriosos agricultores, no acometieron a los demás pueblos, sino ocasionalmente, arrastrados por Aníbal en la Antigüedad; pero en la defensa de su suelo exteriorizaron un valor y tenacidad admirables. "En pocos años - dice Estrabón - sujetaron los romanos a las Galias; en España empezaron antes y concluyeron más tarde". "Su táctica en la defensa del suelo es diversa de la que emplearon los celtas, los galos y los germanos. Nunca forman grandes cuerpos de ejércitos: disputan palmo a palmo el terreno cada pueblo, en defensa y ataques parciales, prolongando la lucha más por la destreza, constancia e indómito valor, que por el número de combatientes". Refieren los mismo historiadores que los prisioneros embarcados para ser vendidos como esclavos, agujereaban la cala de los buques para hundirse junto con sus amos. Los sesenta mil legionarios de Escipión no pudieron entrar en Numancia hasta que el hambre no mató a los cuatro mil iberos que la defendieron. César no oculta su asombro por haber visto en Munda todo un día indecisa la batalla.

Estos rasgos del antiguo ibero reaparecen en el español moderno con extraña constancia. Como él, es subdolicocéfalo moreno, de estatura generalmente baja, de robustos músuculos brevilíneos, sobrio, capaz de soportar privaciones de toda naturaleza. La mujer sigue siendo la misma hembra de grandes ojos negros, pestañas largas y espesas, manos y pies pequeños, talle estrecho y caderas opulentas, sobre todo en la variante andaluza de la raza. Las últimas gotas de la sangre goda que corrían por sus venas empujaron al español, exactamente como los cartagineses en la Antigüedad, a seguir a los capitanes godos en la conquista de América y a Carlos V por Italia y Flandes; y volvió a ser, durante un siglo, el primer soldado del mundo. Eliminado el godo en las guerras de Carlos V y en las conquistas de América, y extenuado el propio ibero por lo que Ganivert llamó exceso de acción exterior, se replegó nuevamente sobre sí mismo. Mas, cuando, tres siglos más tarde, Napoleón lanzó sobre España sus ejércitos vencedores de Europa, al llamado anónimo del alcalde de Mostoles, renació, como evocado por un conjuro, el mismo pueblo que los romanos tardaron dos siglos en someter parcialmente.

Pasando de la energía militar al genio político, casi no ha habido pensador que se haya acercado a la historia del pueblo español, que no haya advertido su repugnancia por la forma aria del Estado. Ya los romanos notaron la falta de solidaridad en las primitivas tribus iberas, y el hombre de la kábila, su hermano, aún continúa en estado tribal. Para que el pueblo español pudiera transformase a medias en estado, fue necesario someterlo por cerca de seis siglos al yugo del pueblo romano, el mayor organizador que registra la historia. Disuelto como estado orgánico, apenas se cortó la dependencia de Roma, otra gran raza organizadora, la goda, lo sometió de nuevo a la forma del estado ario o germano. Derrotados los godos en Janda, el estado español se derrumbó otra vez, como castillo de naipes, hasta que siete y medio siglos más tarde, Fernando e Isabel y los últimos restos de la nobleza goda, le dieron nuevamente forma en el molde de la guerra secular de reconquista. Hoy mismo, la mayoría de los vascos y los catalanes, antes que españoles, son vascos y catalanes.

Los romanos notaron la medianía intelectual del ibero. Los franceses, ingleses y alemanes, aún los que quieren bien al pueblo español, subrayan en él cierta limitación mental. La expresión es muy vaga: en muchos aspectos, el español es más inteligente que el inglés y que el alemán. La observación se expresa mejor diciendo que su estructura mental es la que más difiere de los restantes pueblos europeos. Lo que sí parece fuera de duda es la inferioridad de su potencia creadora en el terreno científico, desde el momento en que perdió la sangre goda que circulaba en sus venas. El hecho se destaca nítido; otra cosa es saber si se trata de una característica racial o de grado de desarrollo mental.

Igual cosa ocurre con el instinto político. La actuación histórica del pueblo español es una cadena ininterrumpida de errores y de contrastes; pero la tenaz energía de voluntad, valor, varonil estoicismo, sobriedad y el aislamiento geográfico le han permitido resistir golpes que habrían aniquilado a cualquier otro pueblo.

En esta ausencia de genio político ¿en qué medida entra la debilidad del instinto y en cuál la pasión? Sin discutir su menor capacidad para perseguir desde lejos un fin útil, como el romano y el inglés, muchos de los errores de España han sido la consecuencia del predominio exagerado de los sentimientos sobre la inteligencia. El francés suele quedar atónito oyendo a un español discutir sobre política, y los ingleses han concluido por concederle derecho a las genialidades.

Más aún que la falta de instinto político y exuberancia sentimental ha enervado, a nuestro juicio, las grandes cualidades del pueblo español, otro rasgo: la orientación negativa de su estructura cerebral. Si el pueblo español hubiera dirigido hacia el pensamiento y la acción creadores siquiera la mitad de las energía que ha derrochado en criticar lo malo, lo regular y lo bueno; en gastar, como un molejón, el prestigio del corto número de hombres superiores que afloran en el terreno político, difícilmente Francia, Inglaterra, Alemania e Italia le habrían tomado la distancia actual, a pesar de su menor población y de la aridez de gran parte de su territorio.

6. Vándalos, suevos y alanos

De los pueblos dólico-rubios que cayeron sobre el imperio romano, los vándalos, los suevos y los alanos se precipitaron, en el año 406 de la era cristiana, sobre las Galias. Durante tres años las asolaron de un extremo a otro. Por un momento se establecieron en la Aquitania y en la Norbonense; pero en 409 franquearon los Pirineos con sus familias, y se desparramaron por la península "como nubes de langostas, sin distinguir amigos y enemigos". Llevaron a todas partes la devastación y la muerte. Campos, ciudades, cultivos, almacenes, todo desapareció devorado por las llamas o derribado por el hacha de los invasores. Los cuerpos insepultos apestaban el aire. En lo que iban dejando atrás, sólo se oían los aullidos de los lobos y el graznar de los cuervos cebados en los cadáveres.

Al fin se asentaron nuevamente: los suevos en la Galicia, los alanos en la Lusitania y la Tarraconense, y los vándalos en la Bética, que trocó su nombre en Vandalucía. Los restos de la población ibero-romana se refugiaron en las ciudades y fuertes, y en ellos defendieron la vida con éxito variado.

7. Godos

Hacia fines del siglo IV a. de C., Pytheas, navegante griego, oriundo de Marsella, reveló a la Antigüedad la existencia de un pueblo establecido en lo que hoy llamamos la Prusia Oriental, que comerciaba con el ámbar del Báltico. Sus habitantes se llamaban a sí mismos guttones. Plinio el Mayor refiere que "los guttones, pueblo de Germania, ocupan las orillas de un golfo del océano llamado Mentonomón, cuya área es de seis mil estadios. A una jornada de dicho golfo, se halla la isla Abalus, donde el mar deposita en primavera el electrum (ámbar amarillo)".

Tácito (55-120 de la era cristiana) relata en su compendio "De las costumbres de los germanos" que "debajo de los ligios, viven los guttones, entre los cuales el poder de los reyes ha sido hasta el presente mayor que entre los demás germanos, y que, sin embargo, son un pueblo libre".

A contar desde Tácito, durante tres siglos, los godos, nombre que dieron los romanos a los guttones, marcaron su afloramiento en la historia con una horrorosa estela de sangre y de pillaje. Su paso por Grecia ha perdurado en el recuerdo de dos anécdotas que esculpieron desprecio de los pueblos en plena juventud vital por las razas ya vaciadas. En el momento en que acercaban una tea a una pira de libros y manuscritos griegos, una anciano sabio godo, se acercó al jefe, y le dijo: "Dejad sus libros a los griegos, que, mientras entretengan su tiempo en estudiarlos, nada tendremos que temer de ellos". Salvaron los griegos sus libros, pero un grupo de retóricos que se acercó al jefe godo a solicitar algunas gracias, fue arrojado a huascazos, como agentes de corrupción y decadencia.

Un siglo más tarde, uno de sus reyes, Teodorico, se sentó sobre el trono de los césares de Roma, y realizó desde Ravena uno de los gobiernos más hábiles que Italia haya jamás conocido. Otro reinaba sobre España y gran parte de la Galia. En menos de un siglo, desde el Adriático hasta el Atlántico, se habían transformado de bárbaros en amos ilustres del mundo civilizado. Doscientos cincuenta y cinco años después, este poder formidable se derrumbaba casi súbitamente. El propio pueblo que lo había erigido desapareció de la superficie de la historia, para aflorar sólo ocho siglos más tarde; informó el imperio de Carlos V; evocó la América española a la vida civilizada, y cumplida su misión, se durmió serenamente en el seno de las masas raciales que su genio había movilizado.

El pueblo godo realizó en la historia el ritmo de las grandes razas creadoras; pero lo hizo en forma vertiginosa y a través de vicisitudes casi fantásticas, siguiendo la trayectoria de otro pueblo nórdico, el macedónico de Alejandro. Como él, desapareció lejos de su asiento, en un teatro demasiado grande para su volumen: los campos de batalla de Italia, Alemania, Flandes y Francia, y el inmenso continente americano.

Recorramos rápidamente la trayectoria del pueblo godo desde su entrada en España. El rey visigodo Ataúlfo se estableció en las Galias con licencia de Honorio; pero en 414, pasó motu proprio los Pirineos y se apoderó de Barcelona, después de vencer a los vándalos. Valia, su sucesor, volvió a pasar los Pirineos, se estableció en la Aquitania y asentó su capital en Tolosa (Francia). Hasta 456, los visigodos hicieron, aparentemente como aliados de los romanos, la guerra en España, ora a los vándalos, que, al fin, en 429, pasaron al Africa en número de ochenta mil almas, ora a los suevos.

En 451, godos, romanos, francos, etcétera, derrotaron a Atila en la batalla de Mauriacres (Chalons según algunos historiadores). El triunfo, que se debió al coraje godo, se compró al precio de la vida del rey Teodorico y de ciento sesenta y dos mil cadáveres.

Teodorico II venció en 455 a los suevos, y los redujo a Galicia en carácter de tributarios. Al año siguiente, ocupaba León y Asturias. En cortos años, los godos se adueñaron definitivamente del gobierno, de los dos tercios de la tierra y de la mitad de las casas de España.

Los godos, después de haberse hecho cristianos, habían abrazado el arrianismo; pero en 589, Recaredo adoptó el catolicismo como religión oficial.

Suevos y godos formaron, al principio, una masa nórdica que, dentro de estimación muy incierta, se ha hecho oscilar desde seiscientos mil hasta un millón doscientas mil almas. Desde muy temprano, y aunque la ley no reconocía estas uniones, empezaron a cruzarse con la población ibera, a lo menos cuatro veces más numerosa. La primera tendencia de los godos fue mantenerse como casta cerrada. Pero, a mediados del siglo VII, el enérgico rey Chindavisto (642-652) cambió la orientación, y se propuso refundir las dos razas que poblaban España. "Establecemos por esta ley - dice un edicto - que ha de valer por siempre, que la mujer romana puede casar con omne godo, e la mujer goda puede casar con omne romano".

Como ya lo hemos dicho, en este cruzamiento la sangre goda o germana tuvo la selección en su contra; y disminuyó constantemente, no solo por la inferioridad numérica inicial, sino también porque era una sangre nórdica, que estaba fuera de su medio, mientras la ibera estaba en el suyo.

8. Moriscos

El 19 de julio de 711 se libró, en las márgenes del lago de Janda, una batalla entre los godos mandados por el rey don Rodrigo, y un ejército de diecisiete mil berberiscos, alguno árabes y numerosos judíos e ibero-romanos, al mando de Tarik. Este ejército había sido llamado por los judíos de España, a quienes los godos oprimían en el terreno religioso; por parte de la población ibero-romana, descontenta; y por gruesas facciones del mismo pueblo godo, dividido por aspiraciones dinásticas. El triunfo se pronunció por don Rodrigo; pero, en ese instante, el obispo Oppas y los hijos del rey Witiza, pasándose al enemigo, rodearon al rey godo. El ejército godo se desconcertó con la sorpresa y el rey escapó a duras penas de caer prisionero. Reunió nuevas fuerzas, y prosiguió la lucha hasta que, dos años más tarde, fue derrotado y muerto en la batalla de Segoyuela (713).

Los descontentos godos e ibero-romanos habían creído candorosamente usar a los bereberes o moros como instrumentos de sus odios políticos, y desprenderse después de ellos. Pronto tocaron su desengaño. Nuevos ejércitos acudieron de Africa en auxilio del primero y la medialuna sólo fue expulsada de España setecientos ochenta y un años después de la batalla de Janda.

Los godos, refugiados en las montañas, capitanearon esta guerra de ocho siglos, en que pelearon cristianos contra moros, cristianos contra cristianos y moros contra moros, sin contar a Carlomagno ni a los demás extranjeros que, accidentalmente, terciaron en la lucha.

El 2 de enero de 1492, Fernando e Isabel entraron en Granada, último reducto árabe en España, en virtud de una capitulación firmada el 25 de noviembre de 1491 con Boabdil, en la cual se garantizaba a los moriscos sus vidas, religión y propiedades.

Se han hecho diversas estimaciones del número de moriscos que quedaron en España después de la rendición de Granada; pero, desde el punto de vista racial, esos cálculos, basados en la confesión religiosa, de nada sirven. Moros y cristianos se habían mezclado y cambiado de religión durante casi ocho siglos. Además, dado el estrecho parentesco entre iberos y bereberes, la adición de sangre mora sólo reforzó a la raza morena enfrente del elemento nórdico rubio. Sin embargo, en Andalucía y algunas de las comarcas vecinas, la sangre árabe y mora determinó una variante regional dentro del tipo dólico-moreno, con características psicológicas bien marcadas.

En cambio, el problema político se planteó desde el primer momento: España, cuya población no excedía de seis y medio millones a siete y medio millones de habitantes, quedó con una masa de un millón doscientos a un millón quinientos mil habitantes distanciado por la religión y por el odio español vencedor. Más adelante veremos sus consecuencias.

9. Trascendencia étnica de la selección psicológica del conquistador de América

bastan las noticias que hemos reunido sobre la estructura étnica de España al finalizar el siglo XV, y sobre las características psicológicas de la gran masa ibera y de los pocos elementos nórdicos dispersos en ella, para reconstituir lo que ocurrió.

Las guerras de Carlos V y la conquista de América, al golpear las puertas del genio español, encontraron eco de preferencia en el mestizo godo que había heredado la estructura mental de su progenitor nórdico. Su genio expansivo, aventurero y militar, se lanzó tras lo desconocido y la fortuna, con tanta mayor facilidad cuanto que era poco o mísero lo que dejaba en España. Su energía militar, aún mal transformada en energía económica, lo condenaba a arrastrar en la Península una existencia ociosa, en los días en que las circunstancias le obligaban a colgar la espada. De su raza había dicho Tácito: "Cuando no están guerreando, se dedican a la caza, o no hacen más que dormir y comer". Y tan viva estaba aún si psicología militar, que en la conquista de América, les hemos visto reunirse, como compañeros, a un jefe libremente elegido para conquistar por su propia cuenta, como en el siglo III de la era cristiana, y como los ingleses, los holandeses y los demás hombres nórdicos de los siglos XVI y XVII. Antes que empuñar el arado y arrancar el sustento a un suelo pobre, mediante la sobria laboriosidad y la economía, como el ibero, prefirió pedirlo a su espada o tentar la gran aventura de la América. España perdió casi totalmente, en el curso del siglo XVI, la sangre nórdica que corría por sus venas.

La misma causa que determinó la rápida eliminación de la sangre goda del español que permaneció en la península, la aumentó en el conquistador de América ¿En qué medida la aumentó? ¿Cuál fue la proporción media de sangre goda del conquistador? El solo hecho de intentar la respuesta a esta curiosidad, revela escaso juicio o un contacto muy superficial con los dominios de la antropología. Las investigaciones pacientes y la escrutación de todas las manifestaciones indirectas del fenómeno por un cerebro bien organizado y con larga experiencia étnica, pueden conducir a una apreciación subjetiva, pero no a señalar un porcentaje. Lo único cierto, lo único real es el hecho de que por las venas del conquistador de América circulaba la sangre goda en mayor cantidad que en la masa de la población peninsular. La proporción de sangre nórdica del conquistador de Chile era tan alta que, a fines del siglo XVI, los indígenas, a pesar de su astucia admirable y de su memoria fisonómica, distinguían al español del inglés y del holandés, más por el idioma que por el tipo físico. Hemos visto que el célebre piloto Hernando Lamero, viniendo de regreso de la expedición que hizo al Estrecho de Magallanes en 1580, tocó en la bahía de Carnero, en la costa de Arauco. Los indígenas se presentaron en actitud hostil; pero cambiando el idioma, logró Lamero pasar por inglés y hacerse recibir como aliado. Al amparo de esta estratagema, se llevó por la fuerza al Perú a varios caciques que habían subido a bordo. Cuando poco después llegaron corsarios ingleses a la misma bahía, los mapuches los asesinaron, creyéndolos españoles que hablaban inglés para repetir la estratagema de Lamero.

En 1587, los habitantes de Santa María se dejaron engañar por Cavendish y sus compañeros, que se fingieron españoles.

Pero hay otros datos aplastantes que cortan toda discusión. Entre las hijas mestizas del conquistador y de la india, la mayoría eran rubias y de ojos azules, como lo veremos al hablar del cruzamiento de las razas. Se necesita ser no sólo extraño hasta los rudimentos de la antropología, sino también carecer de sentido común, para suponer que en el cruzamiento del actual español con la india mapuche, pudiera resultar de las hijas de tipo nórdico. Juan García Tao, en su expedición a la imaginaria Ciudad de los Césares, preguntó a los indígenas cómo sabían que los hombres de que le daban noticias eran españoles; y los indios le respondieron: "Que eran blancos, rubios y de barbas como ellos". En 1640, interrogando el alférez Diego de Vera a un indio de Chiloé por unos españoles que se suponían perdidos en Magallanes, el indio le dijo que efectivamente había visto "españoles blancos y rubios con barba".

Todo el que haya leído las crónicas coloniales se habrá informado de que dan por hecho corriente y vulgar que el grueso de los españoles de Chile eran de cabellos rubios o castaños; y de que acentúan el hecho cuando se trata de un hombre con los cabellos negros, como Rodrigo de Quiroga. El hecho de que los historiadores del siglo XIX hayan registrado estos datos, sin que nada les sugirieran, demuestra hasta qué punto la investigación insensibiliza el cerebro y lo torna incapaz de ver otra cosa que fechas, batallas e interpretaciones históricas de ropa hecha, pero nada arguye contra su significado étnico.

Ahora, saliendo del terreno histórico, como una simple impresión personal que no debe considerarse incorporada al texto, avanzamos algo que se nos presentó con mucha viveza desde que advertimos el pronunciado tipo nórdico de la gran mayoría de los conquistadores de América: aunque los caracteres físicos les acercaban más al germano que al ibero, la fuerza hereditaria de la sangre goda en estos mestizos venía muy debilitada por los cruzamientos con una raza opuesta; antes que una raza, formaban un simple conjunto de individuos en los cuales habían asomado por atavismo rasgos morales y físicos del progenitor godo; más que una corriente de sangre, eran los últimos lampos de una sangre que ya se extinguía. Todo lo que nuestra sensibilidad cerebral ha percibido en el contacto con nuestro desarrollo histórico durante los cuarenta años corridos desde esa fecha, no ha hecho sino confirmar la primera impresión. Pero, lo repetimos, esta impresión traspasa los dominios de la historia; a lo menos no es susceptible de ser comprobada documentalmente, como el aplastante predominio del tipo nórdico en el conquistador del Chile.

10. La guerra de Arauco prolonga en Chile las consecuencias psicológicas y étnicas de la selección

La sangre de los conquistadores de América desapareció como la viruta seca abrasada por las llamas. Su número fue muy corto: en Chile unos mil varones, que sólo por rara excepción se reprodujeron en hembras españolas, que no participaban de su doble selección psicológica y étnica. En el resto de América su número fue aún menor y las guerras civiles y los trópicos dieron cuenta de ellos aún con mayor eficacia que la guerra de Arauco. Ya hacia 1580 el español que pasaba a los demás países de América correspondía al tipo medio de la población peninsular. Hemos visto que, aún en Chile mismo, entre el soldado que venía del Perú y el conquistador primitivo nada había de común.

La alta proporción de sangre goda que traía en sus venas el conquistador de América habría, pues, desaparecido también en Chile, como en el resto de América, a pesar del clima, sin la guerra de Arauco. Esta guerra continuó seleccionando en sentido militar al español que pasó a Chile, durante los dos primeros siglos de la Conquista y la Colonia. La proporción de sangre goda que traía este soldado era pequeña comparada con la que circulaba por las venas de los conquistadores, pero era alta con relación al grueso del pueblo español, que ya la conservaba sólo con un corto número de individuos, por simple atavismo.

La estimación sobre el porcentaje de sangre goda que traía el progenitor español del pueblo chileno, no puede asentarse sobre ninguna base seria. Pero su influencia psicológica es tan viva que se necesita la insensibilidad cerebral de los historiadores vascos del siglo XIX para no percibirla. Prescindamos de los rasgos físicos y del espíritu aventurero y emprendedor del chileno del siglo XIX, para fijarnos en otras manifestaciones que brotan de lo más hondo de la constitución cerebral, sobre las cuales poco o nada pueden las influencias sociológicas. El valor chileno es un valor agresivo, de acometida, exactamente igual al del godo y al del conquistador de América. La historia militar de Chile está tejida por una serie de asaltos temerarios, casi siempre coronados por el éxito, y por escasas defensas de posiciones y retiradas, casi siempre desastrosas. O'higgins, encerrado en Rancagua, acomete contra el sitiados y se abre paso a filo de sable. Bulnes lanza a sus regimientos sobre el Pan de Azúcar, dejando estupefactos a los generales peruanos. En Huamachuco, Gorostiaga se situó en un cerro, para compensar su inferioridad numérica contra un contendor más fuerte, situado al frente en otro cerro. Oficiales y soldados se desesperaron. ¡Estamos peleando a la peruana! exclamaban en un grito de rebeldía; y, al día siguiente, los oficiales se concertaron para acometer y obligar al jefe a tomar la ofensiva.

El admirable valor del pueblo español, que tanto asombró a romanos, es una valor pasivo, amasado con emperramiento - usamos su palabra- y tenacidad. En Numancia murieron defendiendo sus murallas, en vez de perecer sobre las trincheras enemigas, en un último esfuerzo por abrirse paso. Ningún regimiento peninsular cargó en Chile durante la Guerra de Independencia, con el empuje de los Tercios godos de Flandes y de Italia, y de los conquistadores de Arauco; pero, cuando los regimientos criollos realistas huían, los peninsulares formaban cuadros que no lograron romper los sables de los granaderos de San Martín.

Más vivo todavía es el contraste en el terreno de la sensibilidad. El pueblo ibero exteriorizó una insensibilidad africana ante el dolor y una indiferencia absoluta por la vida. Encontró complacencia en quemar herejes, no por crueldad, sino por insensibilidad. Los pueblos hispanoamericanos, con excepción de Chile, erigieron el cadalso y el asesinato político en una especie de religión. En Chile, se ocultó a los historiadores casi por un siglo el genio de Portales y el estado orgánico que surgió de la victoria de Yungay, velado por el fusilamiento de los tres reos políticos de Curicó, que intentaron debilitar la defensa nacional delante del enemigo exterior.

Lo que más ha llamado la atención a los historiadores del pueblo español es el rápido desarrollo de los sentimientos dulces y del respeto por la personalidad humana en el godo, apenas hubo abrazado el cristianismo. "Nosotros - dice Lafuente - sin constituirnos en apologistas de los godos ni de su sistema de gobierno, cuyos defectos hemos apuntado, añadiremos, por último, que si hemos de juzgar de la civilización de un pueblo no por el ostentoso aparato de los triunfos militares comprados a precio de sangre humana; no por el brillo exterior de pomposos espectáculos que fascinan y corrompen a un tiempo; sino por su mayor moralidad, por el menor número de inútiles matanzas de hombres, por el mayor respeto a la humanidad, a la propiedad, a la libertad individual de sus semejantes, por la mayor suavidad de sus leyes y de sus castigos, por su mayor justicia y su mayor consideración a la dignidad del hombre, España debió grandes beneficios a un pueblo que modificó y alivió la dureza de la esclavitud, que abolió la bárbara costumbre de entregar los hombres a ser devorados por las fieras del circo, que hizo menos mortíferas las guerras, que economizó la pena de muerte, que consignó en sus leyes la libertad personal, y que le dio, en fin, una nacionalidad y un trono que no tenía".

Más adelante veremos que las modalidades del sentimiento religioso chileno, tan distinto del español y del hispanoamericano, tienen también un origen godo.

Que no se entienda por lo que llevamos dicho que el pueblo chileno heredó del godo toda su psicología: prevalecieron en ella algunos rasgos godos, entre muchos netamente iberos; otros se neutralizaron entre sí y no pocos cedieron a la influencia del mestizaje y de la excesiva sensibilidad a los agentes sociológicos que engendra.

11. La procedencia regional de los conquistadores de Chile

La procedencia regional de los españoles que formaron la sábana paterna de la raza chilena, tiene trascendental importancia histórica, si se la encara en sus grandes líneas: entre el vasco y el castellano viejo, por un lado, y el andaluz y sus afines, por el otro, hay tal vez, más distancia psicológica que entre franceses y belgas. En cambio, mirada con microscopio, no pasa de ser una curiosidad. El asturiano, el gallego, el extremeño, etcétera, al dejar su medio perdieron las tres cuartas partes, a lo menos, de las modalidades regionales que lo caracterizaban, para conservar sólo lo racial y constante (Luis Thayer Ojeda, en su estudio intitulado "Elementos étnicos que han intervenido en la población de Chile", ha distribuido por provincias de origen mil seiscientos setenta y un nombres cuya procedencia se conoce, correspondientes a seiscientos catorce mil conquistadores y a mil cincuenta y siete pobladores. No hemos podido utilizar el minucioso trabajo del señor Thayer, ni hacer nuestras combinaciones de sangre que atribuye a cada región de España. Pero nos ha sido muy útil para controlar la procedencia regional del español que formó la sábana paterna de la raza chilena).

La conquista de Chile atrajo con preferencia al andaluz y al castellano. Alrededor del 80 % de los peninsulares llegados a Chile entre 1540 y 1630, son de esta procedencia. El andaluz representa el 26 %, y procede casi en su totalidad de Sevilla, Cádiz y Córdoba. Le sigue el castellano nuevo, oriundo principalmente de Toledo y de Madrid, con el 16 %. Al extremeño de las provincias de Badajoz y Cáceres corresponde el 13.8 %. Los leoneses forman el 13 %, y los castellanos viejos el 11 %.

Andaluces, castellanos nuevos y extremeños, que en conjunto representan el 55.8 % del total de los conquistadores, exteriorizaron en América una psicología muy semejante: valientes, animosos, pero inconstantes, insubordinados, pendencieros e imprevisores. A esta variante del carácter español se refiere especialmente el embajador veneciano cuando decía en el siglo XVI: "Esta gente tiene la discordia en la sangre". Los gobernadores y los virreyes se quejaban al soberano de la turbulencia de estos elementos, y aún solicitaron de las autoridades peninsulares que no les permitieran pasar a América. Sin embargo, en su turbulencia no debe verse sólo la manifestación del carácter racial. Con la reserva que siempre es necesario hacer estas apreciaciones, los aventureros parecen haber sido más numerosos en este grupo.

El predominio social y político del andaluz y sus afines fue muy fugaz. Thayer sólo cuenta dos apellidos que han llegado hasta hoy en situación expectable. Desposeídos del poder y de la riqueza por elementos más serios, constantes y previsores, los andaluces se refundieron rápidamente en la masa mestiza. El andaluz, el castellano nuevo y el extremeño abortaron casi la totalidad de la sangre española que corre por nuestro pueblo. Apunta Thayer una observación aguda que ya habíamos advertido, pero sin lograr señalarle origen étnico. El castellano nuevo, al descender al pueblo, exteriorizó con cierta frecuencia el mismo tenaz espíritu aristocrático del castellano viejo. Sus descendientes venidos a menos conservan hasta hoy día la tradición de un pasado aristocrático; se han resistido a mezclarse con los mestizos; y, a pesar de su pobre y oscura existencia en el rincón de una provincia, se sienten de raza más antigua y distinguida que las familias aristocráticas de Santiago.

Hemos dicho que, en el 80 % de los andaluces y castellanos, el castellano viejo figura con 11 %. Representa un tipo muy distinto del anterior. Valiente y altivo, pero, a la vez, serio, sensato y más previsor, con fuertes ribetes ascéticos, amasó con su sangre lo que hoy llamamos la clase acomodada de provincia.

El leonés, con su 13 %, representó un elemento muy vecino al castellano viejo. Suministró en Francisco Rodríguez del Manzado y Ovalle, uno de los troncos más robustos de la aristocracia santiaguina. Pero, habiendo cesado de venir después de 1630, su sangre, falta de alimento español, retrocedió rápidamente al grueso fondo. Su contribución en el desarrollo de la clase alta de provincia es muy inferior a la del castellano viejo.

Vascos, gallegos, valencianos, catalanes, navarros, aragoneses, asturianos y canarios reunidos, forman el 12 % y no tienen mayor significado en el proceso de formación del pueblo chileno durante este período. Los extranjeros, incluyendo a los procedentes de otras colonias, forman el saldo. En conjunto no pasan del 8 %; y de esa cifra 2.3 % corresponde a los portugueses. Sin embargo, es menester recordar que gran parte de los extranjeros perdían su nacionalidad, cambiando de apellido y de lugar de origen. Su cuota es seguramente bastante mayor que la que arrojan los datos contenidos en los documentos.

Los progenitores de la aristocracia chilena que hizo la revolución de la independencia, llegaron, casi en su totalidad, después de 1630. Los tomaremos en cuenta al reseñar las grandes modificaciones que sufrió la constitución étnica del pueblo chileno en el siglo XVIII.

12. La sábana materna de la raza

Los capítulos que hemos consagrado en la primera parte al mapa etnográfico chileno en el momento de llegar los españoles, hacen innecesarios respecto de la sábana materna de la raza chilena, las extensas noticias que nos hemos visto forzados a dar sobre el pueblo español, que forma la sábana paterna. Sólo necesitamos agregar con la aproximación posible el aporte de los distintos elementos aborígenes que poblaban nuestro suelo, a la formación de la nueva raza.

Conviene empezar por desembarazarse de algunos elementos aislados que sólo ejercieron una influencia transitoria. El primero lo forman las concubinas indias que los soldados de Valdivia trajeron consigo. Hay constancia de su presencia en el campamento, lo mismo que de los muchachitos mestizos que vinieron con sus madres; pero faltan datos para apreciar su número. Tampoco es posible decir si estas concubinas vinieron con los soldados desde el Perú o si las tomaron en el trayecto; menos aún se puede señalar con certeza la raza a que pertenecían. Por la forma como se organizó la expedición de Valdivia, libre de toda tutela oficial y eclesiástica, nos inclinamos a creer que los grupos que la integraron traían, además de los indios auxiliares y de algunos negros, mujeres peruanas, cuyo número excedía, tal vez, al de expedicionarios. Iguales tinieblas envuelven el aporte de las indias de las colonias mitimaes. No hay documentos que permitan apreciar el número de colonos que quedaban en Chile, al llegar Valdivia, ni su origen. Sólo se sabe que los incas los habían trasladado a Chile desde regiones remotas de su vasto imperio. En todo caso, ambos aportes fueron cortos y ocasionales, y no tuvieron influencia apreciable en la formación de la raza chilena.

La hembra que forma la sábana materna salió, casi exclusivamente, de los tres grandes conglomerados que formaban las distintas razas radicadas en Chile al llegar los españoles; el de los picunches entre el Choapa y el Biobío, constituido fundamentalmente por la gente de los túmulos, que formaban la base étnica de la cultura chincha-chilena; el de los araucanos o mapuches, radicados entre el Biobío y el Toltén, y el de los huilliches entre este río y el Reloncaví que, como el de los picunches, tenía por base la gente de los túmulos y la cultura chincha-chilena. A este último grupo habría que agregar las hembras de Chiloé, por cuyas venas circulaba en abundancia la sangre de una raza aborigen más pequeña: los cuncos.

Las razas aborígenes australes no concurrieron con aporte efectivo, no sólo por el aislamiento, sino también por su estado social vecino a la animalidad de casi todas ellas.

Al comienzo el aporte de la hembra oriunda de los valles situados al norte del Choapa, fue escaso; tanto la población española como la aborigen eran muy cortas. Su importancia estriba en que aportó un elemento étnico distinto, cuyas características se advierten hasta hoy en los rasgos físicos de la población mestiza de Coquimbo y de Atacama.

Nada más difícil que calcular la proporción en que la hembra chincha-chilena y la mapuche contribuyeron a la sábana materna de la raza chilena. Si se estima en un millón cien mil almas los aborígenes que existían entre Copiapó y el Reloncaví al llegar Valdivia, los huilliches y los picunches reunidos representan los dos tercios. El español se ayuntó desde el primer momento con la hembra picunche en una poligamia cuyas proporciones veremos más adelante, y este cruzamiento apenas se interrumpió entre el Maule y el Biobío, en el corto espacio de tiempo que medió entre la derrota de Tucapel y la llegada de don García. Igual cosa ocurrió en las densas masa huilliches durante los cuarenta y ocho años corridos desde la fundación de Valdivia hasta la gran rebelión de 1599.

El ayuntamiento entre el español y la hembra mapuche se sostuvo también muy activo en igual período de tiempo. El español buscaba ansiosamente a la mujer mapuche, muy femenina; y se unía con cuantas hembras lograba coger. Por su lado, la araucana soltera de las tribus reducidas se entregaba voluntariamente, de acuerdo con la tolerancia de su admapu.

No es imposible que el número de mestizos de español y mapuche y de español y chincha-chileno, fueran muy próximos hacia este tiempo; pero al paso que los mestizos de español y mapuche se incorporaban a la raza aborigen en su mayor parte, los de español y hembra chincha-chilena se incorporaban a la española.

Después de la caída de las siete ciudades del sur, o sea, desde comienzos del siglo XVII, el cruzamiento entre el español y la india huilliche cesó por largo tiempo. La unión del soldado con la araucana reducida pasó por grandes alternativas, mientras la del español y la hembra picunche seguía su curso normal.

Estos datos nos mueven a creer que la proporción de 60 % para los mestizos de chincha-chileno (picunches y huilliches) y de 40 % para los mestizos de mapuche, en el período de 1540 a 1650, puede aproximarse a la realidad. Esta es una estimación meramente subjetiva que, a nuestro juicio, no se aparta mucho de la verdad; pero, partiendo de otros datos o apreciándolos con otro criterio, se puede llegar a resultados diferentes, si no muy alejados.